sábado, 27 de abril de 2013

El billar - Ep. 3


El Rojo y yo seguíamos platicando bastante seguido en el Messenger, fue ahí cuando empecé a notar que cambiaba su foto casi siempre era de alguna boda, en su graduación de la prepa usando un esmoquin, etc, etc.

Ya me había dejado claro que le gustaba ser formal, pero jamás había mencionado nada que me diera a mí un indicio de que fuera un fetichista como yo. Y la verdad es que a pesar de todos esos años, yo nunca lo había podido olvidar, y en apenas ese mes que teníamos de habernos reencontrado, aquél rescoldo de cenizas que había quedado en mí, volvió a encenderse como cuando era un chamaco de 12 años. Por lo mismo, no quería arriesgarme a decir o hacer una tontería y que todo eso se fuera al carajo.

Unas dos semanas después de aquél café, el Rojo me invitó al billar, me dijo que esa tarde le tocaba cerrar a él la tintorería y que pasara por ahí, en cuanto terminara el corte nos iríamos.

A mí los viernes no me gustaba llegar temprano a mi casa bajo ninguna circunstancia, eran esos años en que mis padres se iban a visitar a unos tíos de mi papá, muy religiosos los señores, y sabía que de llegar temprano me obligarían a ir con ellos, así que ese día me fui particularmente elegante a la escuela sabiendo que no regresaría hasta la noche. 

Saqué los mejores trapitos formales que tenía (que tampoco eran muchos la verdad), una camisa de vestir azul clásico, unos pantalones negros ya no tan negros, calcetines largos, zapatos de vestir y una corbata color gris plata de cuadros pequeños que guardé en mi mochila (tampoco iba a exagerar en la escuela). 

Cuando llegué a clase, uno de mis amigos me dice:

-Anda tú, porqué tan cambiadito? Que vas a ir a misa saliendo de aquí?-
-No, la verdad es que se me hizo tarde y esto es lo único que tenía ya planchado-
-Ah pues con razón- me dijo y no hizo mas preguntas.

Cuando salí de la última clase, fui a hacer un poco de tiempo a la biblioteca, esperando a que todos mis conocidos se fueran. Cuando calculé que era improbable encontrarme a cualquiera de ellos, saqué la corbata de la mochila y entré al baño para ponérmela. Me temblaban las manos de imaginar que era el Rojo quien me anudaba esa corbata, y apenas si me pude detener de masturbarme ahí mismo en el baño, pero sabía que si me esperaba, cuando llegara a mi casa esa noche tendría mi recompensa con un orgasmo increíble, y así que como pude, me aguanté.

Cuando me subí al autobús que me dejaba cerca de donde trabaja el Rojo, me vi reflejado en el cristal y me aflojé la corbata, se trataba de aparentar un look casual y relajado y lo había olvidado por completo, pues el nudo me apretaba la garganta y yo lo venía disfrutando enormemente.

Llegué a la tintorería del tío del Rojo poco antes de las 7, justo cuando se retiraba el último empleado.  Apenas me vio y me hizo el comentario:

-Vaya vaya! A dónde vas tan elegante?- con una mirada que dejaba ver que le gustaba lo que yo llevaba puesto.
-Más bien ‘de dónde’ vengo – le dije- hoy me tocó una exposición en la escuela y pues me quise ir presentable – agregué usando la misma excusa que él me había dado en una ocasión.

El Rojo me dijo que solamente tenía una entrega pendiente para las 7:00 y que solo iba a esperar a ese cliente hasta las 7:15 a más tardar y de ahí nos iríamos.

No pude evitar que se me fueran los ojos sobre unas camisas en verdad lindas que tenían listas para la entrega, el Rojo seguro me vio porque me dijo:

-Mira, unas de estas tengo ganas de tener, a poco no están increíbles? – me dijo descolgándolas de la máquina que utilizaban para plancharlas
-Sí, se ve que son caras, yo ni de chiste podría comprarme unas de esas – le comenté después de ver que eran ‘Thomas Pink’, bajita la mano costaban unos 250 dólares CADA UNA. Sin duda tendría que ahorrar al menos un par de meses del dinero que me daba mi papá para la escuela si quería comprar una de esas.

El Rojo me dijo que me acercara y las viera, a ver si valía la pena el gasto.

La verdad es que de cerca eran infinitamente mejor de lo que yo imaginaba. La tela de color azul claro, no sé si sería por el planchado profesional y el almidón,  pero tenía una textura RIQUÍSIMA, si nomás con verla colgada en un gancho sentía que me iba a venir, no quería ni imaginarme que se sentiría traerla puesta.

La campanita de la puerta sonó sacándome de mi ensoñación. Era el cliente que esperaba el Rojo, un señor de unos cuarenta y tantos años, tenía aspecto como de ser del medio oriente, libanés en específico, esa impresión me dio por el dije de oro en forma de cedro que traía colgando de una cadena también de oro. 

Era de piel morena clara, unos ojos verdes que parecían mirar a través de todo, usaba barba de candado  y tenía unas cejas pobladas que le daban mucha personalidad. El señor Gibrán (así lo llamaba el Rojo) tenía el trato fácil, en menos de un minuto ya me había llamado ‘habibi’, me había dado su tarjeta y nos había invitado al Rojo y a mí a un bar que acababa de abrir. Según su tarjeta, vi que también era gerente (y supongo que dueño) de una empresa de importaciones allá por el rumbo de la zona industrial. El Rojo parecía conocerlo de tiempo atrás, pues se hablaba de ‘tú’ con él.

El señor iba a recoger un frac que según dijo, iba a usar esa misma noche, normalmente le entregaban todo en su casa, pero esta vez le urgía y de ahí que pasara en persona y a deshoras. El Rojo descolgó el frac de la banda giratoria donde tenían listas las entregas, y lo sacó de la bolsa para enseñárselo al Sr. Gibrán. Era la primera vez que yo veía un frac tan de cerca, y les juro que casi estuve a punto de desmayarme de la emoción, pues nunca se lo había contado a nadie, pero un frac era como ‘the ultimate fantasy’ para mí.

El Rojo sin nada de prisa le quitó la bolsa plástica y le enseñó la levita/chaqueta, le comentó algo de una mancha que habían batallado un poco para sacar, pero que el chaleco color marfil de piqué y la camisa blanca estaban como nuevas; la corbata de moño se la entregó en una bolsita aparte, e igual, como nueva.

El señor Gibrán le dio las gracias y se retiró, mencionando que se le hacía tarde y que no dejáramos de visitarlo en su nuevo bar, que allí nos esperaba cuando quisiéramos.

Casi en cuanto se fue el señor, el Rojo comenzó a sonreírse y después no pudo contener una risa discreta, no me quiso decir porqué, se limitó a contestar –luego te cuento-.

Después de terminar con el corte de caja, el Rojo se fue al baño, cuando ya no traía la camisa arremangada, sino abrochada con gemelos. Era una camisa azul con delgadas franjas blancas que solo se notaban viéndolo de cerca. El cuello y los puños eran blancos así que le daban un aire muy distinguido. Se había puesto corbata, de franjas color ciruela y gris plata con una delgada línea blanca separando cada franja, además se había puesto un chaleco gris oscuro con la espalda de un satén negro lustroso.

Yo no podía creer lo que veía, y para colmo lo único que se me ocurrió fue una pregunta estúpida:

-Y ese chaleco?
-Es mi chaleco de jugar billar. Nos vamos?-

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