martes, 9 de septiembre de 2014

Ep. 41 - El Colegio Inglés



Justo estábamos saliendo de la ducha cuando le hice la pregunta obligada a Roberto. 

-Cómo fue que te volviste un suitlover?

-Crecí en una época diferente a la que vivimos hoy, todo era más tradicional, más  formal. Recuerdo que todas las noches mi padre dejaba listo el traje, la camisa, la corbata, los calcetines, cinturón y zapatos que usaría al día siguiente para ir a trabajar. Tengo muy presente una imagen de él, sentado en una silla de la cocina lustrando un par de zapatos con verdadera dedicación. No era de los que solo le pasaban un trapo para limpiarlos, él usaba jabón de calabaza, tinta, grasa y un cepillo especial, se levantaba de la silla únicamente hasta que estaban perfectamente lustrados. Jamás conocí a alguien tan formal y elegante como él, y como cualquier niño, yo quería ser como mi papá.

Mi padre valoraba mucho la educación, y aunque tenía que hacer un esfuerzo extra, siempre nos mandó a mí y a mi hermano a un colegio particular, famoso en mi lugar natal por ser de lo más estricto, pero con excelente nivel académico. Este colegio estaba basado en el sistema de enseñanza vigente en Inglaterra en esos tiempos, y eso incluía desde el uniforme con chaqueta y corbata para todos, hasta los castigos dignos de un libro de Charles Dickens.

Todos los días antes de salir rumbo al colegio, mi papá me pasaba revista, al principio solo a mí, y dos años después también a mi hermano menor. Teníamos que ir siempre impecables, bien peinados, las uñas cortas y limpias, la camisa y el traje bien planchados, la corbata perfectamente anudada, el cinturón con la hebilla en su lugar y los zapatos bien lustrados, porque en el colegio al llegar también nos revisaban, y no ir con todo al 100% significaba un demérito que se veía reflejado en las notas, y si había algo que no le agradaba a mi padre eran las malas notas. Él nunca nos golpeó, pero verlo decepcionado de nosotros era peor que un castigo físico, por lo cual mi hermano y yo siempre nos aplicamos en los estudios para no darle ese disgusto.

En el colegio, era diferente, puede que mi padre nunca nos haya puesto una mano encima, pero allá no pensaban como él. Los castigos físicos estaban a la orden del día. Por más cuidadoso que fueras, no había manera de que te escaparas. Por lo menos una vez durante el año escolar te tocaba recibir una tanda de azotes o al menos unas bofetadas, ya fuera por traer el pelo largo, porque hablabas en clase, porque no llevabas los deberes completos, porque llegabas al aula después que el maestro ya había entrado, o vaya, por cualquier cosa que el profesor o los inspectores consideraran que era una falta de disciplina por parte tuya. A veces con una bofetada quedaba zanjado el asunto, pero si ellos consideraban que no era una falta leve entonces había azotes. 

El método lo tenían bien estudiado, mandaban llamar a todos los ofensores del día al mismo tiempo, y desfilaban a la vista de los demás estudiantes por el pasillo que llevaba a la oficina del director, y tenían que formarse afuera hasta que les ordenaran pasar. Esto lo hacían a propósito, para disuadir a otros de tener un mal comportamiento. Nunca faltaba el que se creía más listo que los demás, que pensaba que a él no lo iban a atrapar, pero la gran mayoría de las veces, algún detalle se le iba y lo pescaban, lo peor del caso es que con ellos se ensañaban todavía más. Si tenías la mala suerte de estar en esa fila, podías escuchar claramente la fusta silbando en el aire antes de escuchar el golpe seco sobre el trasero de los que pasaban antes que tú, así que aparte del dolor físico, era una tortura psicológica.

En la oficina del director tenían una especie de potro de madera, donde tenías que reclinarte boca abajo y extender los brazos, los dos inspectores te sujetaban para que no te movieras y el director era el encargado de darte un determinado número de azotes, dependiendo de la falta que hubieras cometido. En el reglamento del colegio incluso se estipulaba a cuantos azotes equivalía cada infracción, así que cuando estabas tendido ahí, ya sabías cuantos ibas a recibir. Había una variable, y era que si osabas emitir un ruido diferente a una respiración agitada, te daban otros dos azotes por cada vez que lo hicieras. No te permitían llorar, ni gritar ni gemir. Hubo quien se atrevió a reírse y lo pagó caro.

Los azotes por lo general eran en las nalgas, te tenías que bajar los pantalones e incluso la ropa interior, y las marcas que te dejaban duraban varios días antes de borrarse. Había ocasiones en que los golpes eran en la espalda, pero esos se reservaban para faltas verdaderamente graves, por ejemplo que te sorprendieran copiando en un examen, o fumando, o bebiendo. Había otro tipo de faltas que no venían en el reglamento porque el colegio jamás iba a admitir que esas cosas pasaban dentro de sus muros, como por ejemplo que te encontraran masturbándote en el baño, o con alguna revista pornográfica. La cantidad de azotes de ese tipo de ofensas quedaban a discreción del director.

El director tenía una fusta de cuero negro, de unos 70 cm que jamás he podido olvidar. No era rígida, tenía cierta flexibilidad que era necesaria, pues de haber sido sólida el daño causado habría sido excesivo. Creo que no usaban el clásico cinturón o las correas porque a la hora de dar un golpe, no se puede ser preciso, pues se enroscan alrededor del cuerpo. Con la fusta no había ese problema, los golpes siempre eran certeros.

Dicha fusta la probé por primera vez a los 10 años, un día que el inspector, me escuchó gritarle una palabrota a un compañero durante la hora del recreo. Aparte de la bofetada que me llevé en ese instante, me llamaron a la oficina del director más tarde ese día. El director era un señor maduro, tal vez de unos 55 años, ya con sus canas, alto y delgado, con unos ojos azules profundos. Vestía por lo general un traje de tres piezas, y tengo muy presente la cadenita de un reloj de bolsillo que salía de los bolsillos de su chaleco. No recuerdo haberlo visto jamás usar una camisa que no fuera de gemelos, su corbata siempre hacía una curva hacia afuera, seguramente usaba un pisa corbatas para conseguir ese efecto. En los meses que hacía frío, cambiaba el chaleco por un suéter de lana, en cuello V, para que se viera su corbata, eso sí, el saco jamás se lo quitaba.

Los dos inspectores que lo asistían eran más jóvenes que él, tal vez unos 10 años menores. Uno de ellos era corpulento, un poco menos alto que el director, blanco y de pelo castaño, siempre impecable en su vestimenta, aunque más sencillo, pues no usaba camisas de gemelos ni chalecos. El otro en cambio, aunque no parecía que compitiera abiertamente con el director, era muy formal. Delgado, moreno, de lentes, siempre con su traje muy bien planchado, usaba tirantes y un pañuelo discreto a juego con la corbata del día. Me gustaba su voz, firme y clara, tenía su frase característica –Yo los pongo a raya!- , no se le escapaba ni un solo detalle, te decía lo que te iba a pasar y vaya que te lo cumplía. Casi siempre era él quien estaba en la entrada inspeccionando a los alumnos que llegaban.



Para los alumnos mas pequeños, de nivel de primaria, el uniforme permitía llevar pantalones cortos en los meses de verano. Pero para los que estaban en secundaria y preparatoria era pantalón largo todo el año. El inspector se tomaba muy en serio su trabajo, tenía una obsesión porque siempre estuviéramos presentables, bien fajaditos y  con todo en su lugar.

Para ese menester cambiaba el saco del traje por una bata blanca de doctor y te revisaba hasta los calcetines, tenían que estar bien estirados y en su lugar.

Recuerdo a ese prefecto en especial porque una vez en el patio no le cedí el paso y me le atravesé corriendo. Me tomó de la corbata y me dio una bofetada muy fuerte. Después me hizo pedirle disculpas. No sé por qué, pero eso me excitó muchísimo, años después seguía usando ese recuerdo muy frecuentemente para masturbarme.

Ya de por sí el colegio era bastante estricto, pero había otro castigo que todos detestábamos todavía más que los azotes, y era que te hacían ir a clases los domingos. Suponiendo que salieras mal en los exámenes, o que fueras un infractor reincidente, ya podías decirle adiós a tu día de descanso, pues la jornada era de 2 a 6 de la tarde, o sea que ni siquiera te escapabas de ir a misa. A mí me tocó ir varias veces. Y claro, tenías que ir de uniforme y con libros. De regreso casi siempre estaban mis amigos jugando en la calle y me hacían burla por haber tenido que ir a clases y claro, por el uniforme y la corbata, pero a mí no me importaba, me calentaba que me vieran vestido así. Llegaba a mi casa directo a masturbarme.

Cosa curiosa, para ser un colegio tan estricto y tan formal, imperaba una atmósfera general de homoerotismo. Los inspectores y el director parecían estar obsesionados con los culos, les fascinaba verlos, porque nunca supe de alguien a quien le dieran los azotes por encima del pantalón. Entre los alumnos no era muy diferente, a veces alguno conseguía una revista pornográfica y nos íbamos a esconder para verla durante los recreos. Ellos ahí mismo se la sacaban y se empezaban a masturbar, claro, ellos viéndole las tetas a las mujeres de la revista y yo viéndolos a ellos con la pija de fuera y con su uniforme. Teníamos el tiempo medido, así que siempre eyaculábamos lo más rápido posible. Cuando tenía oportunidad, lo hacía en mi casa, sobre mi cama, recordando esos momentos, y claro, manoseándome el cuello de la camisa y la corbata en todo momento. Disfrutaba de hacer esto especialmente al principio del año escolar cuando las camisas y las chaquetas estaban nuevas y todavía tenían ese olor característico. En fin, perdona, creo que ya llevo demasiado con este monólogo...
-Oh tu descuida, me tienes fascinado con tus recuerdos, cuéntame más! – le dije totalmente excitado con sus memorias.

...Continuará

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